Hace unos meses, el ex presidente mexicano, Ernesto Zedillo, tronó contra lo que llamó “la ola de gobernantes populistas e ineptos que está sufriendo buen número de países latinoamericanos” que a su juicio –y aquí parece dirigir el dardo directo a su paisano López Obrador- por intentar “detener y revertir reformas ya adoptadas en el pasado y que mucha falta harán para favorecer el desarrollo de nuestros países”.
Luego de décadas de haber concluido su encargo en un sexenio marcado por “el error de diciembre” que mandó a la ruina a millones de mexicanos que perdieron sus patrimonios, hay que ser muy cínico para venir a pontificar, cuando por ejemplo durante su mandato privilegió el rescate bancario que salvaguardó con fondos públicos a una banca comercial ciertamente anti populista, y que dejó en los huesos a millones de familias víctimas de la corrupción de esa tecnocracia criolla, formada en Harvard y Yale, pero con pésimos frutos en materia de bienestar social.
Ernesto Zedillo, quien llegó a la presidencia mediante una candidatura manchada con la sangre del asesinado Luis Donaldo Colosio, tuvo como lema “Bienestar para la familia”, ¿de quién? Seguro de la tecnocracia que se mantuvo al mando más allá de su sexenio.
Pero al margen del dicho y el personaje, habría que ver a nombre y por cuenta de quién sale desde Yale a descalificar a los nuevos gobiernos latinoamericanos, que ahora deben enmendar la desigualdad que con denuedo crearon las tecnocracias “reformistas” –privatizadoras- que expoliaron la región.
Ahora bien, el llamado populismo latinoamericano surgió entre 1910 y 1951, generalmente como alternativa para ampliar la participación en el ingreso y el bienestar de amplios sectores marginados en toda la región, situación injusta creada a partir del fracaso del modelo de liberalismo excluyente impuesto por un remedo de burguesía que medraba en una economía agroexportadora que sucumbió ante la irrupción de la industria y la urbanización.
El populismo entonces emergió como alternativa para los sectores sociales mayoritarios y carentes de todo beneficio, incluso de tener una participación política efectiva.
No debería ahora sorprendernos que un joven líder universitario, como Gabriel Boric , haya ganado a pulso el poder en Chile, país que vivió el primer régimen socialista que llegó por la vía electoral con Salvador Allende, pero que fue aplastado por una dictadura militar que con mano de hierro asesinó y expulsó a miles de chilenos, y que en lo económico siguió las fórmulas del monetarismo de Friedman, liberalismo puro por supuesto.
Tampoco debería sorprender que un tozudo peleador, como López Obrador, haya capitalizado en 2018 el hartazgo de una sociedad expoliada por gobiernos en extremo corruptos y torpes, que con una espiral de degradación impulsaron a este personaje controvertido, pero que supo hablarles a los sectores marginados de siempre y atrajo incluso el voto de los segmentos de mayores ingresos y escolaridad en el país.
Algo que igualmente no debería perderse de vista es que también en todo el mundo persiste un populismo de derecha, que mediante proclamas xenófobas y la promesa de reposicionar el liberalismo extremo, ha logrado triunfos y espacios muy importantes.
Y qué decir del populismo desde el gobierno, que todas las corrientes políticas en el poder utilizan para vender acciones de beneficio a la masa electoral, para estimular lealtades y ganar el voto. En resumen, unos más que otros y todos en su medida recurren a la versión positiva del populismo, y por supuesto rechazan la peyorativa.
En todo caso, lo deseable y defendible es que el elector, con su voto libre y respetado, sea el que siga dando y quitando el poder a los gobiernos de todo signo.
Así que nadie debería asustarse con los populismos y la dinámica de sus alternancias, porque seguirán siendo la constante, igual que los voceros interesados, como Zedillo, egresado de Yale y que como otros de sus colegas de Harvard, a la hora de gobernar fueron más que ineptos y dejaron legados nefastos en extremo.