El debate electoral es -debe ser- un elemento con potencial para la confrontación clara de ideas, propuestas o proyectos ofrecidos por los candidatos como rutas “idóneas” para hacer mejores gobiernos y servir con excelencia a sus probables mandantes.
De hecho, se presentan como “momentos estelares” en los procesos de campañas.
Sin duda es de la mayor importancia que el ciudadano conozca de viva voz y con plena claridad lo que cada candidato propone para mejorar la calidad de vida general.
Las propuestas, los proyectos, la forma en que se presenten y, sobre todo, la claridad, contundencia y firmeza con que se sustenten, tendrían que ser elementos valiosos para alimentar el “voto razonado”.
La mala noticia es que, primero: el voto es mucho más emotivo que racional; y segundo: que los llamados debates electorales carecen de contenidos propositivos concisos, mientras lo que abundan son las descalificaciones, los ataques y los “gags” más propios del show standupero, que de confrontación de ideas entre estadistas que se desviven por servir al pueblo.
Sin embargo, reitero, los debates forman parte muy destacada de la agenda de campaña y son momentos para los que los candidatos reclaman el apoyo de asesores que les den el punch necesario para tratar de noquear al oponente.
El debate en 1960, entre Richard Nixon y John F. Kennedy, es sin duda el más referido y tal vez el que logró mayor audiencia (se estima que lo siguieron 70 millones de ciudadanos entre televidentes y radio escuchas), tal vez por el contraste notorio entre las imágenes de los contendientes: el héroe vs el villano.
Pero más allá de que realmente ese debate haya definido aquella elección (estoy convencido que pesaron mucho más los carruseles, ratones locos y robos de urnas que -dicen- promovió la mafia a favor del joven Kennedy), lo que si se da por sentado es que fue el punto de quiebre en que la televisión pesó más que la radio en cuanto al veredicto del ganador de aquella confrontación.
La imagen del pulcro y joven Kennedy influyó en el veredicto de los televidentes al apreciar a un Nixon mal vestido, con barba, sin maquillar y en general con un semblante “siniestro” que lo hizo menos atractivo.
En cambio, la opinión de los radioescuchas fue que Nixon le puso una paliza a Kennedy en la argumentación. La conclusión a priori es que el impacto emocional de la imagen pesó más que la argumentación racional escuchada.
En el fondo, sigo creyendo que en todo caso el debate fue un aderezo para el banquete que se dieron los operadores electorales con las marrullerías que, se afirma, siguen vigentes a la hora de concretar el esfuerzo de toda la campaña en votos contantes en las urnas.
Hace unos meses tuve la oportunidad de presenciar algunas elecciones donde se confirmó que ganar un debate no orienta el sentido del voto efectivo.
Creo que el principal factor en contra de que los debates orienten el sentido del voto de manera contundente, es el desinterés de los ciudadanos por presenciar esos espectáculos; peor aún en campañas electorales donde abundan los candidatos.
Una minoría exigua de ciudadanos es la que realmente está dispuesta a dedicar tiempo para presenciar un debate electoral. Esa minoría es la que tiene interés en el triunfo de uno u otro candidato, es decir, forma parte del voto seguro, del que si va a ir a votar y ya decidió por quién votar.
Los “indecisos” -muchos de ellos abstencionistas vergonzantes- ni por error le dedicarían horas a ver esos ejercicios, dado que son refractarios a la política.
En consecuencia, el residual de los debates es la pugna entre los estrategas y operadores de cada candidato por ganar “el debate del debate” es decir, en generar la percepción de ganador para su respectivo candidato.
Sin embargo, el efecto de ganar esa lucha en la opinión publicada y las redes sociales, no alcanza para revertir una tendencia electoral adversa por más de 5 puntos (mismos que si es posible recuperar si se cuenta con una buena estructura de movilización electoral).
Recordando algunos residuales de debates presidenciales pasados, se sigue hablando de la “paliza” que propinó Diego Fernández de Ceballos a Ernesto Zedillo y Cuauhtémoc Cárdenas en 1994, que en el anecdotario político se dijo que lo propulsó en la intención de voto y obligó a fingir una lesión de costillas por el abrazo del extinto diputado panista Francisco Solís Peón “Pancho Cachondo”, para dejar de hacer campaña unas semanas.
La realidad es que con todo y su histrionismo, Diego mordió el polvo de forma más que clara y contundente: Zedillo captó casi 49% de los votos contra casi 26% de Diego Fernández.
Ya veremos qué pasa rumbo al 2024.
Muy buena apreciación del autor, no inciden mucho en la intención del voto por el desinterés de la población en general por escucharlos, pesan más las ocurrencias y/o chistoretes de los personajes, caso Fox con el hoy, hoy que a partir de ahí incrementó su popularidad.